Anorexia
La primera vez que tuve conocimiento de la existencia de un desorden alimenticio, tenía 18 años. Estábamos jugando con amigos en una calle “cortada” (sin salida) de mi barrio de Adrogué, al sur de la ciudad de Buenos Aires. Nos conocíamos todos.
Pero una de las chicas, novia de un vecino, no era de allí. Ella era llamativamente delgada y se comió una de las golosinas que alguien repartió con el grupo. Casi instantáneamente puso cara de pánico y corrió hacia el interior de una de las casas. Sin decir nada la seguí para ayudarla pensando que se sentía mal o algo por el estilo. Ahí presencié algo que me resultó tan foráneo como inverosímil: se paró frente a un espejo y comenzó a mirarse intensamente desde todos los ángulos, girando hacia uno y otro lado sin dejar de repetir “¿estoy gorda? ¿Engordé?
Mi desconocimiento sobre la anorexia me hizo reaccionar con total incredulidad. ¿Gorda? Le dije con tono burlón, como quien observa lo obvio, como si ella hubiese estado bromeando. Pero no lo estaba. Me miró con cara de desprecio, como quien tiene lástima de la ignorancia de un ser inferior. Para ella, lo que reflejaba el espejo era una imagen completamente distorsionada de la realidad y en esa dimensión que habitaba su cabeza, ese cuerpo huesudo era el de una gorda.
Cuando en 1983 la famosa cantante norteamericana Karen Carpenter falleció con solo 32 años de una enfermedad llamada “anorexia”, inmediatamente me acordé de aquella flaquita que corrió a ver cuanto un bocado la había engordado y sentí por ella una empatía que no tuve cuando estábamos en el mismo lugar. Tiempo después hice una nota para un programa llamado Edición Plus sobre el tema, y al fin comprendí lo grave y difícil que es esa enfermedad.
Cada año hay miles de casos nuevos de trastornos alimentarios y aproximadamente el 10% de ellos resultan fatales.
En este artículo, muestran un caso gravísimo, con final feliz.