Mi Desaparecida
Una de mis amigas de la infancia se llamaba Nina Judith Golberg.
Una chiquita de pelo dorado y ojos azul cielo.
Quizás ella no sentía que ser hija única era una maravilla: tener toda la atención de tus padres, no luchar por espacios, juguetes ni poder. Quizás se sentía sola y deseaba que le hubiesen dado un hermano o hermana. Desde mi perspectiva era envidiable: no tener que lidiar con un hermano mayor, celoso de mi existencia, violento, abusador y controlador, sonaba como una situación ideal.
Su papá, Alberto, era el dueño de la farmacia que estaba en Plaza Espora 63, de Adrogué. Su sencillo departamento quedaba en el segundo piso, encima del negocio, apenas mirando las copas de los bellos árboles.
Una noche me quedé a dormir en su casa. Era la primera vez que escuchaba la lluvia pegando en un techo de chapas. No pegué un ojo en toda la noche.
Según recuerdo, su madre, ya en su viaje de bodas, mostró señales. La joven mamá de Judith -cuyo nombre no recuerdo, pero creo que apodaban “Nené”- se desplomó sin razón. Tras estudios médicos descubrieron que tenía esclerosis lateral amiotrófica.
Con el paso de los años, su mamá estaba cada día más limitada en sus movimientos, y su papá farmacéutico, con una cara de bueno que desarmaba, no tenía ninguna receta magistral que ayudara a su amada esposa en esa enfermedad degenerativa sin cura. No pasó tanto tiempo hasta que quedó postrada en silla de ruedas. Siempre me pregunté cómo hacía para subirla ese piso sin ascensor.
Justo 4 días antes del comienzo de la dictadura militar que azotó a Argentina, me fui de viaje por dos años. De pura casualidad.
Todos los ciudadanos se convirtieron en sospechosos. Todos desconfiaban de todos. Unos cuantos decían ignorar las señales más que obvias de lo que estaba pasando. Muchos, desaparecían sin dejar rastro.
Estoy convencida que no fueron 30 mil los desaparecidos, sino la cifra que brindó la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas): 8.960, ya que quien “inventó” la cifra de 30 mil para lograr más impacto en la prensa internacional, lo dijo de frente: “mentimos. Inventamos ese número para que fuese considerado un crimen contra la humanidad”. Luego personas inescrupulosas (incluyendo madres y abuelas) se dejaron manipular por sucesivos gobiernos, explotando su condición de víctimas para robar de las arcas del estado, perjudicando a todos los ciudadanos. Pero ese es otro tema.
Más allá de las diferencias numéricas, casi nueve mil personas son demasiadas para simplemente “desaparecer”.
Seguramente algunos (o muchos) de ellos eran combatientes armados que jugaban a algo peligroso y mortal. Mataron a civiles inocentes, soldaditos rasos, secuestraron, explotaron bombas, atacaron cuarteles. Si en ese juego macabro perdieron, no siento lástima.
Tampoco estoy de acuerdo con las acciones extrajudiciales del gobierno militar.
Lamentablemente, muchas de las personas desaparecidas tuvieron la mala suerte de estar en la libreta de direcciones de la persona errónea. O se encontraban, como suelen ser los jóvenes idealistas, pegando un afiche en la calle. O los pillaron en el momento equivocado en el lugar equivocado.
Más aún, no hay justificación alguna para el robo de bebés. Cero.
Si acaso la junta militar tenía razón en lo que hacía, no había tampoco justificativo alguno para mantener todo en secreto, para los secuestros, las torturas, las desapariciones o el lanzamiento de seres humanos vivos al mar, entre otras miles de aberraciones.
Un par de “supuestas jovencitas compañeras de mi secundario”, visitaron el negocio de mi papá mientras continuaba de viaje, haciendo desubicadas preguntas sobre mi paradero. Lo que estas burdas espías del gobierno militar no sabían, era que mi padre conocía los apellidos de todos mis compañeros. Supo inmediatamente que eran dos farsantes, además que parecían mayores que yo.
Años más tarde, mis padres compartieron sus sospechas sobre un presunto ‘delator’ quien trabajaría para la junta asesina: el podólogo local. Hacía servicios a domicilio. Vivía en Ferrari casi Amenedo. Según mi prima Mirta se apellidaba Medina.
Mientras cortaba uñas encarnadas de los pies, lijaba juanetes o daba masajes contra la hinchazón de tobillos, sacaba información de sus clientes que entregaba a los esbirros de los asesinos. Un día, su hija, de no más de 13 años, murió súbitamente de un ataque al corazón mientras caminaban por la calle. Quizás lo del Karma sea cierto.
Cuántos delatores como ese habrán existido…
Lo cierto es que la mañana del 27 de mayo de 1977, Nina Judith Golberg, la amiguita de mi infancia que mencioné al principio, estudiante de primer año de abogacía, fue secuestrada en la vía pública en algún lugar de la zona sur de Buenos Aires. Tenía 18 años.
Según sabemos hoy, los secuestradores y torturadores se ensañaban particularmente con los judíos, con ese antisemitismo siempre agazapado y mal disimulado de la sociedad argentina en general y las fuerzas armadas en particular. Con ese nombre, no puedo ni quiero imaginar qué tipo de vejaciones sufrió.
Se presume que estuvo en una comisaría de La Plata y en un campo de tortura conocido como ‘La Cacha’. Su rastro se pierde allí.
Tal cual mintió el entonces jefe de la junta militar Jorge Rafael Videla para desligar responsabilidades: “es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad”, dijo.
No estábamos en contacto pero dudo que fuese una guerrillera asesina. Quiero creer que era una idealista. Según testimonios difíciles de comprobar, su novio -activista- le dió unos panfletos en contra de lo que estaba pasando para entregar y con ellos en la mano, la secuestraron en plena calle. Ese habría sido el “crimen” por el que pagó con su vida.
Mi amiguita de la infancia no estuvo presente durante los últimos años de la vida de su mamá, ni cuando finalmente perdió la batalla contra su cruel enfermedad, seguramente con un dolor agravado por la ausencia sin explicaciones de su única hija.
Ni tampoco cuando su padre, años más tarde pero aún joven, falleció de un ataque al corazón. O quizás de tristeza.
Han pasado décadas, pero si llegara a ser cierto que las almas de los muertos nos ven y escuchan, quisiera que sepa que no la olvido.
Descansa en paz, amiguita.