Pandemia 2020
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Querido diario. Te he tenido un poco abandonado. Hoy es 27 de Julio de 2051. Lo cierto es que no hay tanto que reportar del presente. No me queda mucho tiempo de vida y he decidido, al fin, hablar de la Pandemia de 2020, tema que vengo evitando desde hace 31 años. Quizás después que ya no esté, alguien encuentre mi diario y le sirva a futuras generaciones.
La pandemia terminó con la vida de más del cincuenta por ciento de la población mundial en ese momento. A mí me salvó la fe. No la fe en Dios. Esa la perdí definitivamente ese mismo año después de ver lo que pasó. Lo que me salvó de morir fue la búsqueda de la fe. En enero del fatídico 2020, ingresé en un convento en el medio de la selva del país conocido en aquel entonces como Brasil, para hacer un retiro espiritual por seis meses, en busca de Dios. Durante ese tiempo no tuve contacto alguno con otro humano. Las religiosas que allí vivían, tenían sus propias plantaciones de frutas y vegetales, me preparaban sencillas comidas que dejaban dos veces por día en un hueco en la pared con pequeñas puertas dobles. Ellas abrían la de su lado, tocaban una campana, y yo abría la puertita de mi lado para encontrar la bandeja, haciendo la maniobra opuesta cuando terminaba. Mi reciente separación matrimonial me había dejado en una profunda crisis de identidad y una depresión que finalmente determinaron mi destino. Con mis hijos de 25 y 27 años respectivamente y ya independientes, decidí encerrarme por unos meses para buscar en la fe, la solución a mis angustias terrenales. No sabia que durante ese tiempo cambiaría el planeta en forma radical.
Mi rutina era monótona. Me despertaba, rezaba con mucha avidez y esperanza, leía, comía, hacia algún ejercicio en el pequeño patio amurallado y sin salida que tenía asignado a mi habitación, rezaba a la noche y volvía a dormirme. A veces salía a leer a ese patio bajo la sombra de un único árbol y con vista a las copas de otros árboles de una selva frondosa y llena de sonidos y aromas. No tenía el menor contacto con el exterior ni siquiera en forma electrónica. Había en mi habitación un antiguo tocadiscos, una verdadera antigüedad aún en aquella época, con unos cuantos discos de pasta dignos de un museo, solo de cantos gregorianos y un par de música de Bach. Así que en mi búsqueda de fe, estuve completamente ausente de lo que estaba pasando fuera de nuestras paredes de piedra rodeadas de una densa vegetación selvática. Cuando finalmente llego el día de mi regreso a la civilización, la misma ya no era tal.
Las religiosas tenían una radio a transistores que utilizaban una vez por semana y una pequeña antena en el techo de la iglesia, con la cual podían enviar y recibir mensajes desde la ciudad más próxima. Ellas sí sabían, al menos en parte, lo que estaba pasando, pero decidieron -por expreso pedido mío-, no decirme nada hasta el final de mi encierro. Cuando requerí que no me informaran nada de lo que sucediera afuera, no tenía previsto lo que podría pasar. Ni yo ni nadie.
El primer día de julio de 2020, en vez de mi desayuno, me pasaron una nota diciendo que ya podía salir de mi claustro para desayunar con ellas. Confieso que mi estado mental después de seis meses de encierro solitario sin el menor contacto humano, no había mejorado. Por el contrario. Diría que había empeorado. Estaba flaca, demacrada –cuando al fin me vi en un espejo casi no me reconozco-, no había encontrado la fe que buscaba, y ya no podía esperar a volver a ver y abrazar a mis hijos. Eso, me enteré pronto, no sería posible.
Durante mi relativamente corta ausencia del “mundo civilizado” como nos gustaba llamarlo, irónicamente, casi un cincuenta por ciento de la población mundial había sido afectada por un virus que llamaron Covid-19. Muchas de las primeras víctimas fatales eran personas mayores de sesenta años. Con una mezcla de ignorancia y soberbia, la mayoría de los gobiernos de la época ocultaron la gravedad del tema durante días o semanas criticas, lo que provocó que se extendiera como un incendio de árboles secos. La gente no contaba con información fehaciente, y millones no tomaron el tema con la seriedad necesaria a la velocidad prudente. Como las primeras víctimas aparentemente eran mayores, los mas jóvenes siguieron con su vida habitual, sin cuidarse lo suficiente y sin mantenerse aislados. Eso fue, lamentablemente, lo que pasó a mis hijos. A pesar del tiempo transcurrido, escribo esto mientras lloro incontrolablemente. Nunca pude despedirme de ellos. Para cuando salí del convento, ambos habían fallecido, contagiados del virus que vino a actuar como un meteorito para los dinosaurios. Su padre se contagió cuidándolos y tampoco sobrevivió. Mis padres fueron los primeros en caer. Toda mi familia había desaparecido en menos de seis meses. Pronto me enteraría que casi todos mis amigos habían corrido la misma suerte. Fui capaz de conocer toda esa información a través de una tecnología de la época que llamábamos Internet. Se había creado un registro planetario de víctimas fatales con nombres, fechas de nacimiento, muerte y ubicación de los mismos en su momento final. Qué sucedió después con los cuerpos será un misterio eterno.
Al principio intentaron mantener cierto orden, pero cuando los trabajadores de la salud comenzaron a caer, ya no había vuelta atrás.
Primero las grandes marcas, previendo el caos, sacaron toda la mercadería de sus tiendas por miedo a los robos. Luego, el cierre de comercios y restaurantes, vuelos y cruceros, teatros y museos que parecía temporario, terminó convirtiéndose en permanente. Después cerraron fábricas por falta de personal. Los medios de transporte dejaron de funcionar. Los supermercados, considerados de primera necesidad, tenían cada vez menos empleados mientras los trabajadores agrícolas que proveían de alimentos a las grandes ciudades, caían enfermos como moscas por la falta de medidas profilácticas. Se enfermaba uno, y por la falta de leyes laborales que los protegieran y la desesperación de seguir llevando dinero a sus familias, no dejaban de trabajar aún teniendo síntomas, contagiando a los demás. Sin seguros médicos y con el sistema de salud completamente colapsado, morían solos en sus precarias viviendas, muchas veces dejando a sus familias en la miseria o peor aún, contagiados. Eso determinó la gran hambruna de fin del 2020. Hordas de personas invadieron lo que quedaba de alimentos en campos y depósitos.
Para cuando comenzó la violencia, los gobiernos ya estaban imposibilitados de controlar a las masas o a sus fuerzas armadas, también diezmadas por la enfermedad.
Los más poderosos países de la época intentaron hacer un conglomerado que les permitiera mantener el control de la situación. Fue inútil. Saqueos masivos, violencia y más violencia dominaron todo. Para mediados de 2021, habían muerto tantas personas que se enterraban en fosas comunes de a miles. Cantidades de antiguos gobernantes y dirigentes, o personas otrora famosas, tenían mucho dinero que carecía completamente de valor. Al igual que el resto de la gente, no podían conseguir los alimentos más básicos. El dinero no valía nada. Las mansiones estaban vacías o habitadas de cuerpos en estado de descomposición.
En medio de ése panorama desolador, tomé la única decisión posible: quedarme en el convento y permanecer aislada junto a las religiosas, aceptando su generosa oferta. Después de todo, eran autosuficientes. Tenían algunos animales de granja, huerta, panales de miel, un río que les proveía de agua potable y energía solar. Y una computadora en estado lamentable que nos servía de nexo con el mundo. Estaba despojada de mis afectos y de toda posesión material. No tenía motivo real por el cual seguir viviendo, pero aparentemente lo que llaman el instinto de supervivencia es más fuerte e irracional que cualquier otro, así que aquí me tienes querido diario, aún viva.
Nunca te he hablado de esto, porque, como comprenderás, no me resulta agradable revivir esos terribles momentos. Ojalá el ser humano haya aprendido las lecciones que esa temible pandemia debería haber enseñado. El amor, el respeto al prójimo, el nulo valor del dinero. Realmente no sé qué es lo que los demás aprendieron. Yo aprendí a sobrevivir como un zombie sin mis seres amados. No te voy a engañar. No ha sido fácil.
Durante los últimos 31 años mis compañeras de encierro han ido falleciendo de viejitas. A la última me tocó enterrarla sola. Afortunadamente hace muchos años que habíamos cavado las tumbas entre todas, para no dejar esa tarea a las que fueran quedando vivas. Por eso te digo, mi diario compañero, que estoy al final de mi camino. Aquí sola con 92 años, ya casi no tengo fuerzas para seguir cuidando la huerta, las abejas y los animales. Mis manos deformadas por la artritis y el dolor ya no quieren más. Espero que el Dios en el cual nunca pude creer, exista, y se ocupe de mí dándome la última bendición de morir mientras duermo. Por ahora, querido diario, me despido. Me has acompañado con amor, pero ya ni tu compañía necesito. Si alguien algún día te llegara a encontrar, espero que te usen para aprender algo valioso. Tendrán que decidir qué es.
Fin.
Nota: este escrito es claramente ficción. Pero les ruego que ayuden a que siga siéndolo, quedándose en cuarentena en sus casas, cuidando la higiene, manteniendo distancia.
Actualización de mayo 2021: y por favor, si tienen la posibilidad: aplíquense la vacuna que tengan a mano.
Carlos
April 3, 2020 @ 12:58 am
Estimada Lana: Recién vi un video con tus comentarios acerca de la situación en Argentina.
Me tomé el trabajo de estudiar tu persona y no concuerda con tus observaciones. Aquí hay mucha paranoia por el tema del coronavirus. Eres por lo que veo muy sensible e ingenua. Te has enroscado con una noticia que no fue ni pudo ser. Te cuento que soy un médico de 61 años, tuve la extraña experiencia de asistir y o trabajar con casi todos los políticos relevantes incluso antes de la democracia, hasta hace unos años cuando me mude a la provincia de San Luis. Aclaro soy apolítico, no creo que la solución la tenga alguien en particular. Si te interesa puedo mostrarte datos y experiencias que aporten a tu visión del pais. Un saludo cordial.
Lana Montalban
April 5, 2020 @ 12:46 am
Hola Carlos. Siempre estoy dispuesta a aprender. Espero ansiosa sus envios. Saludos.
Jorge Ricaldoni
April 3, 2020 @ 4:46 pm
Excelente. Muy bien escrito. Al punto, conciso y espero que se quede en ficción. Hemos pasado la Gripe Española y la malaria con menos conocimientos y recursos. Mis sinceras felicitaciones.
Jorge A. Ricaldoni
a.k.a. @soy_politicon
Lana Montalban
April 5, 2020 @ 12:44 am
Gracias Jorge! Saludo afectuoso.
Valeria Martinez
April 10, 2020 @ 5:01 am
Buenas Noches Lana! Llegue a tu blog por medio de la entrevista en “Tarde o Temprano”
Excelente escrito! Ficción! Ojala no permitamos llegue a ser realidad.
Me detuve tambien en los “ravioles”… mi mamá falleció hace casi 5 años, dejo muy poco y nada en el tintero. Estoy orgullosa de eso y preparo dia a dia a mis hijas para dejarles lo mejor de mi.
Aqui, desde Argentina, cuidandonos mucho.
Vamos a salir de esta! Confio plenamente en eso…
Abrazo grande!
Una nueva seguirdora…
Lana Montalban
April 27, 2020 @ 11:29 pm
Muchas gracias Valeria. Un abrazo.