¡Quien Podía Decirlo!
Tenia 16 años y el pelo más sano y brillante del planeta. Mi compañera de clase, que se sentaba justo detrás mío en tercer año del bachillerato, puede dar testimonio porque pasaba mucho tiempo jugando con mi cabellera: hacía trenzas o simplemente acariciaba mi pelo desparramado sobre su pupitre, como quien acaricia el lomo de un gato o un perro.
Mi cabello pasaba un poco por debajo de mi cintura. Era hora de cortar las puntas. Me fui, sola, a la elegante peluquería de la Plaza Espora, en mi Adrogué querido.
Le expliqué claramente que quería solo cortar las puntas. No lo recuerdo pero seguramente habré marcado el largo total a cercenar con mis dedos índice y pulgar. “Asi”, debo haber dicho.
Me lavaron la cabeza en esa posición que sigo encontrando horriblemente incómoda, me pusieron un poncho, una toalla, y allí vino el coiffeur antes que los llamaran en francés, armado de peines y tijeras.
Me peinó cuidadosa pero velozmente y más velozmente aún, me pegó el primer y certero tijeretazo… ¡por arriba del hombro!.
En esa época, cabe aclarar, era aún una adolescente tímida quien no conocía sus derechos ni se animaba demasiado a desafiar la autoridad.
Mi cuerpo entero se tensó y le pregunté qué estaba haciendo.
Con vanas excusas, pidió perdón y tras eternos momentos de forzadas explicaciones, no quedaron dudas que tras el error, no había alternativa: había que cortarlo todo corto.
Asi lo hizo mientras mis lágrimas corrían por mis mejillas. Encima le pagué por su trabajo. El pelo crece, pero ese largo tardaría al menos dos años y medio o tres.
Aun llorando salí del local en un estado de confusión mental. Avancé unos cuantos pasos y regresé. Le pedí –o creo que exigí- que me diera lo que me había sacado. El muy pícaro tenía una colita de caballo cuidadosamente guardada con una gomita en un cajón. No había sido un error. Seguramente quería el pelo para venderlo o para mandar a hacer una peluca. Ojalaa recordara su nombre. Aunque ya debe estar muerto, me gustaría hacerlo famoso.
De cualquier modo, ese es solo el principio de la historia. Juré y perjuré que nunca más pisaría una peluquería. Comencé a cortarme el pelo sola, y a experimentar con mis amigos, mi madre, mis sucesivos novios en el arte del corte de pelo.
A mi hija le corté el suyo toda la vida hasta que a los 14 me dijo que quería probar otra cosa. Cerca de cien dólares después, volvió a casa con un corte moderno, desparejo y determinante a que le siguiera haciendo el servicio yo.
Eventualmente cuando empecé a trabajar de modelo en mis 20’s, me rendí a las manos de excelentes profesionales que me dieron unos looks muy divertidos.
Hace unos años, mi hija me miró en un ascensor, esos que tienen una luz cenital que te da directamente en la cabeza y me dijo: “tenes canas. Pareces vieja”.
Lo que todos esos sofisticados coiffeurs no lograron por años, esa frase lapidaria de mi hija lo hizo: empecé –sola- a teñirme las canas hasta hoy.
Quien podía decirlo, que ese maldito peluquero de barrio que intentó robarme el pelo, determinó que hoy, en medio de esta pandemia que nos tiene en una cuarentena eterna, me haya salvado de pertenecer al “Club de las Raíces Crecidas” muy popular entre mis amigas y tantas desconocidas.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
La foto del teñido es actual. Las otras son de cuando tenia unos 10 años.