Somos Unos Privilegiados
En los años 90, existía en el corazón de la Ciudad de Buenos Aires una “Villa Miseria” como se llamaban a los asentamientos informales en esos tiempos, justo detrás de la Ciudad Universitaria. Allí, escondida a plena vista, a pasos del aeropuerto metropolitano, elegantes restaurantes y lugares bailables donde se reunía (o nos reuníamos debería decir) las clases media alta y alta del país a tomar champán y bailar música importada (en esa época aún no se usaba la cumbia). Vivían en ella una enorme cantidad de personas que no contaban con sus necesidades básicas cubiertas. No había agua corriente, ni luz, ni cloacas, ni calles. Sólo barro y casillas construidas con lo que encontraban.
Esta villa tenía una característica diferente de tantas otras. La llamaban la “Villa Gay”, porque entre sus habitantes había un alto porcentaje de homosexuales, que entre otros casos eran expulsados del seno familiar, perseguidos por la policía o discriminados por su orientación sexual. No podían conseguir empleo y antes que bajo un puente, preferían vivir en ése lugar. Según crónicas de la época unas 300 personas vivían allí.
No tengo idea cómo llegué. Lo que sé es que una vez que lo descubrí no pude dejar de ir lo más seguido que mi apretada agenda laboral y de madre sola me permitían.
Tenía una camioneta que había importado con mi mudanza desde Nueva York (una Mitsubishi Montero para los tuercas) en la que cabían muchas cosas. Iba a Makro (el COSTCO local), compraba papel higiénico, jabón, champú, comida en latas, pañales, leche en polvo y otras cosas. Además molestaba a mis amigos y compañeros de trabajo muy seguido -ruego me perdonen en forma retroactiva- pidiendo que me donaran ropa usada, lo que le quedaba chico a sus hijos, lo que sea.
Los sábados en los que mi hija estaba con su papá, me acercaba a ésta población, que también contaba con muchas familias desplazadas. No había forma de entrar profundamente al asentamiento, y menos cargar las cosas, así que me aproximaba lo más posible y tocaba bocina hasta que la gente empezaba a venir hacia mí. Se llevaban algunas cosas. Nunca vi que alguien quisiera tomar más de lo debido. Al contrario, se ofrecían a cargar elementos a las casillas de los demás.
Mis compañeros del noticiero del canal 9 me decían que podía ser peligroso, que estaba loca de ir sola, y alguno me ha acompañado, como Luis Grimaldi.
Allí ví otra vez como el espíritu de una persona no puede ser aplastado por circunstancias adversas. En esa época pagaban por el reciclado de las latas de aluminio de las gaseosas. Había una pareja gay que recorría durante horas las calles porteñas, cargando enormes bolsas de plástico llenas de latitas aplastadas, que acumulaban en una especie de corral que habían construido en el “patio” de su casilla. Cuando la llenaban, de alguna forma (no recuerdo cómo) las llevaban a vender. Durante todo el día estaban ausentes de su “propiedad”, y si bien muchos otros se dedicaban a lo mismo, nadie les robaba sus latas. Había respeto y cuidado entre todos.
Una joven mamá tenía construida una improvisada muralla alrededor de su casilla. La vi entrar con un bebé en brazos. Era una chiquita, y su ropa estaba impecable. El siguiente fin de semana golpeé la lata/muralla para darle cosas de bebé que había llevado. Ella me contestó desde dentro sin abrir la puerta. No quería nada. Me dijo que no necesitaba nada. Nunca sabré si fue por miedo o por orgullo. O por otro motivo quizás. La admiré por su dignidad. Caminaban como un kilómetro, hasta llegar a la única canilla de Ciudad Universitaria que les proveía de agua para todas sus necesidades, y la tenían que cargar de vuelta. Cómo es que su bebé estaba impecable en esas condiciones nunca lo sabré.
Lo que dejo para el final es el caso de una familia. Eran del norte argentino, vivían allí hacía tiempo. Como diría el Negro Fontanarrosa, estaban mal pero acostumbrados.
Un hombre, su esposa y dos hijas. Una de unos 5 o 6 años y una bebé muy grandota. Debía pesar como 15 kilos y aún no caminaba. Seguramente ya tendría algún problema de salud. Su tamaño no era normal.
Esto es lo que me contaron. Una tarde la mujer enfermó. Con fiebre muy alta se desmayó. En ese momento el marido tenía una adulta de peso muerto, más un bebé de 15 kilos y una chiquita que no podía caminar si no era de la mano. Aquí es donde mi recuerdo me da taquicardia. En esas condiciones él tenía que decidir cómo llevar a su mujer a un hospital. ¿La cargaba a ella y dejaba a las chiquitas solas? Sin saber qué hacer, pidió ayuda pero nadie lo podía asistir. Así que comenzó a cargar a su mujer con mucho esfuerzo, como podía, la dejaba, desmayada, sobre la tierra/barro, y volvía por las chiquitas. Ya era de noche y estaban envueltos en la negra oscuridad de un sector sin alumbrado público. Nuevamente cargaba a su mujer por un tramo y regresaba por las menores. Y así hasta que llegó al asfalto, a la parada, al colectivo, al hospital. De alguna forma logró salvar a su familia. Para mí fue un milagro.
El gran premio que les tocó por semejante proeza fue que, al menos en ésa oportunidad, los cuatro siguieran vivos. No había medalla. Mientras su esposa estaba internada él no podía “salir a cirujear”, así que no ganaba ni para dar de comer a sus hijas. Y al final del trágico episodio, volvieron a su casilla sin luz, agua ni cloacas a seguir viviendo una vida miserable de privaciones. Igualmente se consideraban afortunados.
Los ayudé como pude pero obvia y lamentablemente no pude modificar sus vidas. Aunque ellos modificaron la mía. A veces cuando me parece “una tragedia” que me estoy quedando sin batería en el celular o alguna tontería similar de los “dramas” que vivimos quienes no estamos en ésas circunstancias, me acuerdo de esa familia, pienso en tantas otras con historias similares y doy gracias al universo por lo afortunada y privilegiada que soy.
Las fotos de archivo pertenecen a @pagina12 y @LaNacion respectivamente cuando los desalojaron